Autora: MARY
ROWLANDSON
Traductor: Pedro
Peña
N. del
T.: Entre 1675 y 1678 se desarrolló en Nueva Inglaterra (hoy EEUU)
un conflicto armado de grandes proporciones entre nativos y colonos.
Se lo conoció como la Guerra del Rey Phillip, en alusión al
nombre cristiano que los colonos le habían adjudicado a Metacomet,
jefe de los Wampanoag, capturado por los colonos ingleses y
muerto en cautiverio. Mary Rowlandson (1637 – 1711) vivía en
Lancaster, Massachusetts, al comienzo de la guerra. Su casa fue
atacada y ella secuestrada por los nativos, con los que convivió
casi tres meses. En ese tiempo se movieron de forma constante por
territorio salvaje, con todas las privaciones y penurias que pudieran
acaecerle a una cautiva. Una de sus hijas murió durante aquel
periodo y otros dos fueron separados de ella. Finalmente, el 2 de
mayo, fue rescatada. En 1682 se publicó por primera vez su historia,
escrita por ella misma, bajo el título A Narrative of the
Captivity and Restoration of Mrs. Mary Rowlandson (ver
título). Bajo clara influencia del Puritanismo, la prosa de
Rowlandson acude constantemente a citas y episodios bíblicos. Puede
parecer un tanto repetitiva en la utilización de ciertas expresiones
o palabras, e incluso la temporalidad del relato ofrece ciertas
dificultades, pero es un texto notablemente útil para entender aquel
mundo. Los nativos representan lo salvaje, bárbaro e infiel en
oposición a la piedad y a la civilización de los cristianos
blancos, lo que se constituiría más tarde en una forma dominante de
ver el mundo. La narrativa americana de cautiverio, que en nuestras
latitudes fue tan popular durante el siglo XIX (basta mencionar los
ejemplos de Andrés Echeverría y José Hernández), tiene aquí uno
de sus textos originarios.
EL DÉCIMO DÍA del
mes de Febrero de 1675 vinieron los indios en gran número sobre
Lancaster. Su primera llegada fue cerca del amanecer; escuchando el
ruido de las armas, observamos afuera; muchas casas se estaban
incendiando y el humo ascendía al cielo. Cinco personas fueron
capturadas en una casa. El padre, la madre y un niño de pecho fueron
golpeados en la cabeza. Tomaron a otros dos niños y se los llevaron
vivos. Hubo otros dos que, estando fuera de la guarnición en aquel
momento, fueron atacados. Uno de ellos fue golpeado en la cabeza, el
otro escapó. Hubo otro que, al huir, fue alcanzado y herido por
disparos, y cayó; les suplicó por su vida, prometiéndoles dinero
(tal como ellos me narraron), pero no lo escucharon sino que lo
golpearon en la cabeza y lo desnudaron y le abrieron las entrañas.
Otro más, viendo a muchos de los indios alrededor de su granero, se
arriesgó a salir, pero fue rápidamente derribado por otro disparo.
Hubo otros tres pertenecientes a la misma guarnición que fueron
asesinados. Los indios, subiendo al techo del granero, tenían
ventaja para disparar sobre ellos y la fortificación. De esa manera
aquellos desdichados asesinos continuaron quemando y destruyendo todo
tras ellos.
Entonces vinieron y
sitiaron nuestra propia casa, y aquello rápidamente se volvió el día
más triste que alguna vez vieran mis ojos. La casa se alzaba sobre
el borde de una colina. Algunos de los indios se colocaron detrás de
la colina, otros dentro del granero, y aun otros detrás de cualquier
cosa que pudiera protegerlos. Desde todos esos lugares disparaban
contra la casa, de manera que las balas parecían volar como granizo;
rápidamente hirieron a uno de los nuestros, luego a otro, y luego a
un tercero. Cerca de dos horas -de acuerdo a mi observación, en ese
tiempo increíble- habían estado en los alrededores de la casa antes
de que se decidieran a quemarla, lo que hicieron con lino y cáñamo
que sacaron del granero, y estando sin defensa la casa, con solo dos
laderos en dos esquinas opuestas, y uno de ellos aun sin terminar.
Prendieron fuego la casa una vez y alguien de los nuestros se
aventuró afuera y lo extinguió, pero ellos rápidamente la
incendiaron de nuevo, y aquello bastó. Y ahora es cuando la hora
terrible ha llegado, aquella de la que alguna vez había escuchado,
en tiempo de guerra, como era el caso de otros, pero que ahora mis
ojos ven. Algunos en nuestra casa luchaban por sus vidas, otros se
revolcaban en su sangre, la casa incendiada sobre nuestras cabezas, y
el sangriento pagano listo para golpearnos en la cabeza si salíamos
afuera. Ahora es posible que escuchemos a las madres y los niños
gritando por ellos mismos y por los otros: “Señor, qué debemos
hacer?”
Entonces tomé a uno
de mis hijos, y una de mis hermanas tomó al suyo, y nos pusimos en
marcha para abandonar la casa; pero tan pronto como llegamos a la
puerta y aparecimos, los indios dispararon de tal forma que las balas
repiquetearon como si alguien hubiera tomado un puñado de piedras y
las hubiera lanzado contra la casa, por lo que con agrado retornamos.
Teníamos seis vigorosos perros pertenecientes a nuestra guarnición,
pero ninguno de ellos se movía, cuando en otras ocasiones, si algún
indio hubiera llegado a la puerta, habrían estado listos para volar
sobre él y derribarlo. El Señor en este acto nos haría reconocer
Su mano, y ver que nuestra ayuda está siempre y únicamente en Él.
Pero debemos ir afuera, con el fuego creciendo detrás, rugiendo, y
los indios delante de nosotros, boquiabiertos, con sus armas, lanzas
y hachas listas para aniquilarnos. Tan pronto como estuvimos fuera,
mi cuñado, habiendo sido herido en la garganta mientras defendía la
casa, cayó muerto, con lo cual los indios desdeñosamente gritaban y
hacían reverencia. Se lanzaron sobre él, quitándole sus ropas. Con las
balas volando abundantes, una me atravesó el costado, y la misma, al
parecer, atravesó las entrañas y la mano de mi querida niña en mis
brazos. La pierna de uno de los niños de una de mis hermanas
mayores, William, se quebró, y cuando los indios lo vieron golpearon
su cabeza. De esa manera fuimos destrozados por aquellos
inmisericordes paganos, pasmados, con la sangre corriendo hasta
nuestros talones. Mi hermana mayor, estando aun en la casa y viendo
estas cosas desgraciadas, a los infieles arrastrando a las madres a
un lado y a los niños al otro, y algunos revolcándose en su sangre,
y con su hijo pequeño diciéndole que su hijo William estaba muerto
y que yo misma estaba herida, dijo: “Oh, Señor, déjame morir con
ellos”, y al terminar de decirlo una bala le acertó y cayó muerta
sobre el umbral. Yo espero que ella esté cosechando la fruta de sus
buenas labores, siendo fiel al servicio de Dios desde su lugar. En
sus años más jóvenes ella tuvo muchos problemas acerca de las cosas
del espíritu, hasta que le complació a Dios que aquella preciada
escritura enraizara en su corazón: “Y me ha dicho: mi Gracia es
suficiente para ti” (2 Corintios, 12.9). Más de veinte años
atrás la he escuchado decir cuán dulce y confortable era para ella
aquel lugar. Pero para retornar: los indios nos capturaron,
empujándome hacia uno de los lados y a los niños hacia el otro, y
dijeron: “Sigan con nosotros”; yo les dije que me matarían y
ellos respondieron que si yo estaba dispuesta a seguirlos no me
harían daño.
¡Oh, qué triste
vista se extendía para ser contemplada en la casa! “Vengan,
contemplen los trabajos del Señor, qué desolación ha dejado en la
tierra”. De treinta y siete personas que había allí, ninguno
escapó a la muerte o al todavía más amargo cautiverio, salvo uno
solo, quien podría bien decir: “Y solo yo escapé para
contarlo” (Job, 1.15). Hubo doce muertos, algunos alcanzados
por disparos, otros acuchillados por lanzas, otros golpeados por
hachas. Cuando estamos en prosperidad, ¡oh!, qué poco pensamos en
estas tristes vistas, en ver a nuestros queridos amigos y relaciones
yacer echando la sangre de su corazón sobre el suelo. Había uno
cuya cabeza había sido hundida por un hacha y su cuerpo desvestido
hasta quedar desnudo, y aun así gateaba de un lado al otro. Es una
vista solemne el ver tantos Cristianos yaciendo acostados sobre su
sangre, algunos aquí, otros allá, como un rebaño de ovejas
dividido por los lobos, todos despojados de sus ropas por un grupo de
sabuesos del infierno, rugiendo, cantando, vociferando e insultando,
como si fueran a quitarnos nuestros propios corazones. Sin embargo el
Señor, por Su tremendo poder, preservó a algunos de la muerte, por
lo que hubo veinticuatro de nosotros tomados con vida y llevados
cautivos.
Antes de todo aquello
yo había dicho muchas veces que si los indios venían, eligiría ser
asesinada por ellos antes que ser llevada viva; pero cuando llegó la
hora cambié mi pensamiento; sus armas relucientes intimidaron tanto
mi espíritu que preferí seguir a aquellas, yo diría, voraces
bestias, antes que terminar mis días en aquel momento. Y como lo
mejor será que declare lo que me sucedió durante aquel penoso
cautiverio, hablaré de las diversas mudanzas que tuvimos de aquí
para allá en tierra salvaje.