martes, 29 de diciembre de 2015

HISTORIA GENERAL DE VIRGINIA - Libro Tercero - Capítulo I

AUTOR: Capitán John Smith
TRADUCTOR: Pedro Peña


N. del T.: el Capitán John Smith (Lincolnshire, 1580 – Londres, 1631) es una de las figuras principales de la colonización inglesa en Norteamérica. Su vida estuvo plagada de sucesos heroicos, capturas, escapes, motines y batallas. Entre 1606 y 1609 participó del intento de colonización realizado en Virginia. Aparentemente al principio de la expedición Smith habría causado problemas entre los demás integrantes de la compañía, lo que casi termina con su vida. El capítulo de su Historia General de Virginia que traduzco aquí tiene algunas particularidades: Smith cuenta su historia casi siempre en tercera persona del singular, aunque en ocasiones cambia a la primera persona tanto del singular como del plural. Los tiempos verbales también presentan sus vaivenes: a un párrafo en pretérito bien puede seguir otro en presente sin que medie al respecto un cambio significativo en el presente del acto de enunciación. Por otra parte, la escritura de Smith es deudora del barroco: sus enunciados son extensos y en ellos abundan las yuxtaposiciones, coordinaciones y subordinaciones, lo que puede redundar en una prosa recargada y de períodos extensos. También se han dado a lo largo de los siglos diversos debates sobre la veracidad de sus escritos, pues al parecer Smith era bastante fanfarrón y se preocupaba siempre de quedar bien parado, como el lector podrá comprobar después de leer este capítulo. Como detalle curioso, Smith es aquel héroe inglés salvado por la princesa Pocahontas en la película animada homónima.


   Bien podría pensarse que un país tan atractivo (como lo es Virginia) y un pueblo tan tratable [como lo son los indios] no deberían haber tardado tanto en ser dominados pacíficamente, a satisfacción de los que aventuraron su dinero a tales efectos y para la eternización de aquellos que lo realizaron. Pero como todo el mundo ve en esto una falla, este tratado dará satisfacción a todos los lectores imparciales mostrando cómo han sido llevados los asuntos, y sin dudas con él entenderán y responderán la pregunta de cómo fue que llegó a suceder que no hubo una mayor diligencia y suceso en aquellos eventos.
   El Capitán Bartholomew Gosnold, uno de los primeros proponentes de esta colonia, habiendo durante muchos años solicitado asistencia a muchos de sus amigos, y habiendo encontrado poca ayuda, al final prevaleció junto a algunos caballeros tales como el Capitán John Smith, el Maestre Edward Maria Wingfield, el Capellán Robert Hunt y varios otros, quienes esperaron por su proyecto durante un año; pero nada pudo realizarse hasta que su gran sacrificio e industria vinieron a ser conocidos por algunos miembros de la nobleza, la burguesía y mercaderes, de manera que Su Majestad, a través de su carta patente, dio órdenes de establecer consejo para dirigir desde aquí [Londres], y ejecutar allá [Virginia]. Para llevar a cabo esto se tomó otro año y para ese entonces se destinaron tres naves, una de 100 toneladas, otra de 40, y una pinaza de 20. El traslado de la compañía fue encomendado al Capitán Christopher Newport, un marinero bien preparado para navegar en la parte occidental de América. Pero sus órdenes para gobernar fueron puestas en una caja para que no fueran abiertas ni conocidas por los gobernadores hasta que llegaran a Virginia.
   El 19 de diciembre de 1606 zarpamos desde Blackwell, pero a causa de escasos vientos nos mantuvimos seis semanas avistando Inglaterra, tiempo durante el cual el Capellán Hunt, nuestro Predicador, estuvo tan débil y enfermo que pocos esperaban su recuperación. Aun así, a pesar de que estaba a no más de veinte millas de su hogar (el tiempo que estuvimos en el canal) y sin reparar en el tiempo tormentoso ni en las escandalosas imputaciones (de unos pocos, algo mejores que ateos, del mayor rango entre nosotros) sugeridas en su contra, todo lo que nunca pudo forzar en él más que un aparente deseo de dejar el asunto, prefirió el servicio de Dios en tan buena travesía, anteponiendo el afecto para impugnar a sus enemigos ateos cuyos desastrosos designios (que podrían haber prevalecido) habían ya entonces depuesto el asunto; tantos descontentos surgieron entonces, pero el agua paciente de sus devotas oraciones aplacó aquellas llamas de envidia y discordia.
   Cargamos agua en las Canarias; comerciamos con los salvajes en Dominica; tres semanas pasamos recuperándonos entre aquellas islas de las Indias Occidentales; en Guadalupe encontramos un lugar de baños tan caliente que en él podría hervirse el puerco tan bien como sobre el fuego. Y en una pequeña isla llamada Monito, capturamos de los arbustos, con nuestras propias manos, casi dos toneles llenos de pájaros en tres o cuatro horas. En Nevis, Mona y en las Islas Vírgenes pasamos algún tiempo en el cual, con una repugnante bestia parecida a un cocodrilo, llamada iguana, tortugas, pelícanos, loros y peces, todos los días nos hacíamos festines.
   Salidos de allí en busca de Virginia, la compañía se mostró algo molesta viendo que los marineros habían sobrepasado en tres días el tiempo estimado de viaje sin encontrar tierra, de manera que el Capitán Ratcliffe (Capitán de la pinaza) deseaba más bien voltear el timón para regresar a Inglaterra que realizar una búsqueda más lejana. Pero Dios, el guía de todas las buenas acciones, forzándolos con una gran tormenta a ir a la deriva y con las velas plegadas durante toda la noche, los condujo mediante Su Providencia al puerto deseado, más allá de todas las expectativas, ya que nunca ninguno de ellos había visto la costa.
   Al primer punto de tierra que divisaron lo llamaron Cabo Henry, donde treinta de ellos, mientras holgaban y se recreaban en la costa, fueron atacados por cinco salvajes que hirieron muy peligrosamente a dos de los ingleses. Esa noche fue abierta la caja y leídas las órdenes enviadas por el Consejo de Londres, en las cuales Bartholomew Gosnold, John Smith, Edward Wingfield, Christopher Newport, John Ratcliffe, John Martin y George Kendall fueron nombrados para integrar el Consejo y para elegir un Presidente entre ellos, por un año, con quien el Consejo debería gobernar. Los asuntos de importancia serían examinados por un jurado pero determinados por la mayoría del Consejo, en el que el Presidente tendría dos votos. Hasta el 13 de mayo buscaron un lugar en el que sembrar; entonces el Consejo tomó juramento; el Capitán Wingfield fue elegido Presidente y se explicó por escrito por qué el Capitán Smith no fue admitido en el Consejo.
   De inmediato todos se pusieron a trabajar, el Consejo planea la construcción de un fuerte, el resto corta árboles para hacer lugar para las tiendas, algunos proveen los tablones para reparar las embarcaciones, algunos hacen huertos, algunos trampas, etc. Los salvajes a menudo nos visitaban amablemente. El altivo celo del Presidente no admitía ningún tipo de ejercicios de armas o fortificaciones, salvo algunos troncos dispuestos en la forma de una media luna por los extraordinarios esfuerzos y diligencia del Capitán Kendall.
   Newport, Smith y veinte hombres más fueron enviados a descubrir la naciente del río [James River]. Por diversos y estrechos lugares pasaron; en seis días llegaron a un poblado llamado Powhatan, consistente en una docena de refugios agradablemente ubicados sobre una colina, ante la cual se extendían tres islas fértiles, y alrededor de ella muchas plantaciones de maíz; el lugar es muy agradable y fuerte por naturaleza; el Príncipe de este lugar es llamado Powhatan y su pueblo los Powhatans. Hasta este lugar el río es navegable, pero una milla más arriba, a causa de las rocas y las islas, no hay espacio ni para un pequeño bote; a este lugar lo llaman las Cataratas. La gente de todas partes los trató amablemente, hasta que habiendo retornado a una distancia de veinte millas de Jamestown, los indios les dieron justa causa de desconfianza, pero Dios no había bendecido a los descubridores de una manera distinta a la de aquellos que habían quedado en el fuerte, donde la colonia había llegado a su fin, y allí en el fuerte, al que arribaron al día siguiente, encontraron diecisiete hombres heridos y un muchacho asesinado por los salvajes, y de no haber sido porque el disparo de una de las naves derribó un tronco de un árbol justo entre ellos, lo que causó su retirada, todos nuestros hombres habrían sido asesinados, estando seguramente todos trabajando y sus armas en las cubas.
   De aquí en más el Presidente estuvo conforme en que el fuerte sería protegido por una empalizada, el cañón montado, sus hombres armados y ejercitados, porque habían sido muchos los ataques y emboscadas de los salvajes, y nuestros hombres, por su desorden, eran heridos a menudo, mientras los salvajes, por la destreza de sus talones, bien que escapaban.
   El duro trabajo que tuvimos, con tan poca fuerza, para cuidar a nuestros trabajadores de día, vigilar durante la noche, resistir a nuestros enemigos, y realizar los trabajos que permitieran reparar las naves, derribar árboles y preparar el suelo para plantar nuestro maíz, etc., lo dejo a la consideración de los lectores. Habiendo empleado seis semanas de esta manera, el Capitán Newport, quien había sido contratado solo para nuestro transporte, iba a regresar con las naves. Ahora, el Capitán Smith... todo este tiempo desde la partida de las Canarias, fue retenido como prisionero bajo la escandalosa implicancia de algunos de los jefes, quienes, envidiando su reputación, simularon que él intentaba usurpar el gobierno, asesinar al Consejo y nombrarse él mismo rey, que sus cómplices estaban dispersos en la tres naves y que varios de sus cómplices que revelaron el asunto lo confirmarían; y por esto fue remitido como prisionero.
   Trece semanas permaneció de esa forma como sospechoso, y para cuando las naves debían retornar, ellos [las autoridades de Jamestown] pretendieron como acto de compasión enviarlo al Consejo en Inglaterra para que recibiera castigo, en vez de, revelando sus motivos, de ese modo hacerlo odioso al mundo como para disponer de su vida o derribar completamente su reputación. Pero él desdeñó tanto de su caridad y publicamente desafió con máximo esfuerzo su crueldad, que sabiamente evitó sus maniobras a pesar de que no pudo evitar su envidia; y tanto fue lo que él se menospreció a sí mismo en este asunto que toda la tripulación pudo ver su inocencia y la malicia de sus adversarios; y aquellos sobornados para acusarlo, acusaron a sus acusadores de soborno; muchas falsedades fueron alegadas en su contra, pero siendo tan bien refutadas, se engendró un odio general en los corazones de los hombres de la compañía hacia los injustos comandantes, y por eso se decretó que el Presidente le diera 200 Libras, de manera que todo lo que él [Presidente Wingfield] tenía fue tomado como parte de la reparación, lo cual Smith de inmediato devolvió al almacén comunal para uso general de la colonia.
   Muchas fueron las jugarretas que diariamente surgieron de sus ignorantes y aun ambiciosos espíritus, pero la buena doctrina y las exhortaciones de nuestro pedicador, el Capellán Hunt, los reconciliaron y provocaron que el Capitán Smith fuera admitido de nuevo en el Consejo. Al día siguiente todos recibieron la Comunión; al otro día, los salvajes voluntariamente desearon la paz, y el Capitán Newport regresó a Inglaterra con noticias, dejando cien hombres en Virginia, el 15 de junio de 1607.
   Como esto observa:

Los buenos hombres nunca traen la ruina de sus pueblos.
Pero cuando los hombres malvados comienzan con injurias,
Sin cuidar de corromper o violar
A los jueces por su propio lucro,
Entonces aquel país no podrá tener paz duradera
Aunque en el presente tenga descanso y alivio. 1



1Cita de las Máximas del poeta griego Theognis de Megara.

lunes, 21 de diciembre de 2015

UN AHORCAMIENTO - George Orwell (Revista Adelphi, 1931. Trad. Pedro Peña)

Sucedió en Birmania, una húmeda mañana en la estación de las lluvias. Una luz enfermiza, como de un papel de aluminio amarillo, se proyectaba en ángulo sobre los altos muros del patio de la cárcel. Nosotros esperábamos fuera de las celdas de los condenados, una hilera de cobertizos con barrotes dobles, como jaulas de animales pequeños. Cada celda medía alrededor de diez por diez pies y estaba bastante vacía a excepción de un tablón que oficiaba de cama y una jarra para tomar agua. En las celdas unos hombres morenos, silenciosos, se agachaban sobre los barrotes interiores, envueltos en sus frazadas. Estos eran los hombres condenados que debían ser ahorcados dentro de la próxima semana o la siguiente.
  Un prisionero había sido retirado de su celda. Era un hindú, el débil residuo de un hombre, con la cabeza afeitada y los ojos vagos, líquidos. Tenía un grueso, incipiente bigote, absurdamente grande para su cuerpo, como el bigote de un actor cómico en una película. Seis guardias indios, altos, lo vigilaban y lo preparaban para la horca. Dos de ellos permanecían a su lado sosteniendo sus rifles con las bayonetas colocadas, mientras que los otros lo esposaban, colocaban una cadena entre las esposas y la fijaban a sus cinturones y aseguraban firmes sus brazos a los costados. Se agrupaban muy cerca del prisionero, con sus manos siempre sobre él en una cuidadosa, gentil forma de sostenerlo. Parecían hombres manipulando un pez todavía vivo que pudiera saltar de nuevo al agua. Pero él permanecía casi sin resistencia, con sus brazos rendidos limpiamente a las sogas, como si apenas se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Se hicieron las ocho en punto y un llamado de clarín, desoladamente fino en el aire húmedo, flotó desde las barracas lejanas.
  El superintendente de la cárcel, que permanecía parado aparte de nosotros, escarbando malhumoradamente la gravilla con su bastón, alzo la cabeza al escucharlo. Era un doctor de la armada, con un bigote gris como un cepillo de dientes y una voz seca.
  “Por amor de Dios apúrate, Francis”, dijo irritado. “Este hombre ya debía estar muerto a esta hora. ¿No están listos todavía?”
  Francis, el jefe carcelero, un dravidiano gordo con traje de dril y lentes de oro, sacudió su negra mano. “Sí señor, sí señor”, dijo entusiasta. “Todo está preparado satisfactoriamente. El verdugo espera. Podemos proceder.”
 “Bien, marcha rápida entonces. Los prisioneros no pueden tomar su desayuno hasta que el trabajo sea hecho.”
  Salimos hacia la horca. Dos guardias marchaban a cada lado del prisionero, con sus rifles inclinados; otros dos marchaban muy cerca de él, aferrándolo de los brazos y los hombros, como si a la vez que lo empujaran lo sostuviesen. Magistrados y afines, y el resto de nosotros, seguíamos detrás. De repente, cuando habíamos andado unas diez yardas, la procesión se detuvo sin ninguna orden ni advertencia. Algo malo había sucedido –un perro, venido de Dios sabe dónde, había aparecido en el patio. Con una sonora ráfaga de ladridos llegó hasta nosotros y saltó alrededor sacudiendo todo su cuerpo, con un regocijo salvaje al encontrar tantos seres humanos juntos. Era un perro lanudo enorme, mitad airedale, mitad paria. Durante un momento se paseó delante de nosotros y entonces, sin que nadie pudiera evitarlo, corrió hacia el prisionero y, saltando, trató de lamer su rostro. Todos permanecimos horrorizados, demasiado sorprendidos incluso para intentar agarrar el perro.
  “¿Quién dejó entrar aquí a esa maldita bestia?” dijo enojado el superintendente. “¡Que alguien lo sujete!”
  Un guardia que se separó de la escolta, cargó torpemente contra el perro, pero éste bailoteó y saltó fuera de su alcance, tomando todo como parte de un juego. Un joven carcelero eurasiático recogió un puñado de gravilla y trató de alejar al perro a pedradas, pero el animal esquivó las piedras y nos siguió de nuevo. Sus ladridos hacían eco en las paredes de la prisión. El prisionero, sostenido por los guardias, miraba todo distraídamente, como si aquello se tratara de otra formalidad del ahorcamiento.
  Pasaron varios minutos hasta que alguien se las arregló para capturar al perro. Entonces atamos mi pañuelo a su collar y nos pusimos en movimiento una vez más, con el perro todavía gimoteando. Restaban unas cuarenta yardas hasta la horca. Yo observaba la espalda desnuda y marrón del prisionero marchando en frente de mí. Él caminaba torpemente con sus brazos atados, pero aún así estable, con ese paso mecido de los indios que nunca enderezan del todo sus rodillas. A cada paso sus músculos encajaban adecuadamente en su lugar, el mechón de pelo sobre su cabeza bailoteaba de arriba abajo, sus pies quedaban impresos en la gravilla húmeda. Y una vez, a pesar de los guardias que lo sujetaban por los hombros, dio un paso levemente hacia el costado para evitar un charco en el camino.
  Es curioso, pero hasta ese momento nunca me había dado cuenta de lo que significa destruir a un hombre saludable y consciente. Cuando vi al prisionero dar un paso al costado para evitar el charco, vi el misterio, la horripilante equivocación de cortar una vida cuando está en su plenitud. Este hombre no estaba muriendo. Estaba tan vivo como estamos cualquiera de nosotros. Todos los órganos de su cuerpo estaban trabajando –sus intestinos digiriendo alimento, la piel renovándose a sí misma, las uñas creciendo, los tejidos formándose- todo esto desperdiciándose en una solemne tontería. Sus uñas crecerían todavía cuando se parara encima de la trampilla, cuando estuviera cayendo en el aire con una décima de segundo todavía por vivir. Sus ojos todavía veían la gravilla amarillenta y las paredes grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía, razonaba –incluso sobre los charcos. Él y nosotros éramos un grupo de hombres caminando juntos, viendo, escuchando, sintiendo, entendiendo el mismo mundo; y en dos minutos, con un breve golpe, uno de nosotros se habría ido –una mente menos, un mundo menos.
  La horca se erguía en un pequeño patio, separada de los lugares centrales de la prisión, rodeada de mala hierba. Era una construcción de ladrillo similar a un cobertizo de tres paredes, con una planchada encima, y arriba de eso dos vigas y una barra con la soga colgando. El verdugo, un convicto de pelo gris vestido con el uniforme blanco de la prisión, esperaba al lado de su máquina. Nos saludó con una servil inclinación cuando ingresamos.
  A una palabra de Francis los dos guardias, aferrando al prisionero más firme que nunca, mitad lo condujeron, mitad lo empujaron a la horca y lo ayudaron torpemente a subir la escalera. Entonces subió el verdugo y fijó la soga alrededor del cuello del prisionero. Nos quedamos esperando a cinco yardas. Los guardias se habían formado en algo similar a un círculo alrededor de la horca. Y entonces, cuando el lazo estuvo colocado, el prisionero comenzó a pedir a gritos por su dios. Era un grito alto y reiterado de “¡Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!”, no urgente ni temeroso como una plegaria o un grito de ayuda, pero sí continuo, rítmico, casi como el tañido de una campana.
  El perro respondió al sonido con un gimoteo. El verdugo, todavía parado en la horca, sacó una pequeña bolsa de algodón y la colocó sobre la cabeza del prisionero. Pero el sonido, ahogado por la prenda, todavía persistió, una y otra vez: “Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!”
  El verdugo bajó y quedó listo, aferrando la palanca. Pareció que pasaran algunos minutos. El grito continuo, amortiguado del prisionero, seguía y seguía, “¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!” sin decaer un instante. El superintendente, cabeza pegada al pecho, escarbaba lentamente el suelo con su bastón. Tal vez estuviera contando los gritos, permitiéndole al prisionero un número tal –cincuenta, quizás, o cien.
  Todo el mundo había mudado de color. Los indios se habían puesto grises como café malo, y una o dos de las bayonetas temblaban. Mirábamos al hombre amarrado y encapuchado frente a la caída y escuchábamos sus gritos –cada grito, otro segundo de vida; el mismo pensamiento en todas nuestras cabezas: ¡oh, mátenlo rápido, salgamos de esto, paren este abominable ruido!
  De improviso el superintendente se decidió. Alzando la cabeza hizo un suave movimiento con su bastón.
  “¡Chalo!” gritó casi ferozmente.
  Hubo un ruido metálico y entonces un silencio de muerte.
  El prisionero había desaparecido y la soga giraba sobre sí misma. Dejé libre al perro que de inmediato se apresuró a la parte trasera de la horca; pero cuando llegó allí se detuvo en seco, ladró y entonces se retiró a una esquina del patio, donde permaneció entre la hierba, mirando temerosamente hacia nosotros.
  Rodeamos la horca para inspeccionar el cuerpo del prisionero. Se balanceaba con los dedos de los pies apuntando directamente hacia abajo, dando vueltas lentamente, tan muerto como una piedra. El superintendente extendió el brazo con el bastón y empujó el desnudo cuerpo moreno; éste osciló ligeramente.
  “Él está bien”, dijo. Salió de espaldas de debajo de la horca y lanzó un respiro profundo. Muy de improviso el malhumor se había salido de su rostro. Lanzó una mirada a su reloj pulsera.
  “Ocho pasadas las ocho. Bien, es todo por la mañana. Gracias a Dios.”
  Los guardias retiraron las bayonetas y, marchando, se retiraron. El perro, sobrio y consciente de haberse comportado de mala manera, se deslizó detrás de ellos. Salimos del patio de la horca, pasamos las celdas de los condenados con sus prisioneros en espera hacia el patio central de la prisión. Los convictos, bajo el mando de guardias armados de cachiporras, ya estaban recibiendo sus desayunos. Se agachaban en largas hileras, cada hombre sosteniendo una taza de lata mientras dos guardias con baldes marchaban alrededor de ellos sirviéndoles arroz; parecía una escena muy hogareña, alegre, después del ahorcamiento. Un enorme alivio nos había ganado ahora que el trabajo estaba hecho. Uno podía sentir el impulso de cantar, de salir corriendo de repente, de reírse en vos baja. A un tiempo todos comenzamos a parlotear felices, divertidos. El chico eurasiático que caminaba a mi lado señaló el lugar por el que había venido, con una sonrisa cómplice: “Sabe usted, señor, nuestro amigo (quería decir el muerto), cuando oyó que su apelación había sido rechazada, se orinó en el piso de su celda. De miedo. Por favor tome uno de mis cigarrillos, señor. ¿Acaso no admira usted mi nueva cajilla de plata, señor? Estilo clásico europeo.”
  Varios rieron –de qué, no se supo con certeza. Francis caminaba al lado del superintendente, hablando de forma animada: “Bien, señor, todo ha pasado de la mejor manera posible. Todo fue terminado así, rápido. No es siempre así… ¡oh no! He conocido casos en los que el doctor se ha visto obligado a ir detrás de la horca y tirar de las piernas del prisionero para asegurar el fallecimiento. ¡De lo más desagradable!”
  “¿Escabulléndose, eh? Eso es malo,” dijo el superintendente.
  “Agh…, señor, ¡es peor cuando se ponen rebeldes! Un hombre, recuerdo, se pegó a los barrotes de su celda cuando fuimos a buscarlo. Usted apenas creerá, señor, que fueron necesarios seis guardias para moverlo de su sitio, tres en cada pierna. Tratamos de razonar con él. ‘Mi estimado amigo’, le dijimos, ‘¡piense en todo el dolor y el problema que nos está causando!’ Pero no, no escuchaba. Agh, ¡fue muy problemático!”
  Me encontré riéndome animadamente. Todos estábamos riendo. Incluso el superintendente sonreía abiertamente, tolerante. “Ustedes mejor deberían salir a tomarse un trago,” dijo de muy buena manera. “Tengo una botella de whisky en el auto. Podríamos arreglarnos con ella.”
  Traspasamos la doble puerta de salida de la prisión hacia la calle. “¡Tirar de las piernas!” exclamó de repente un magistrado birmano, e irrumpió en una risa sonora. Todos comenzamos a reír de nuevo. En ese momento la anécdota de Francis resultaba extraordinariamente divertida.
  Tomamos tragos juntos, tanto los nativos como los europeos, muy amigablemente.
  El hombre muerto estaba a cien yardas de nosotros.