AUTOR:
Michel-Guillaume-Jean de Crèvecoeur
(también conocido como J. Hector St. John de Crèvecoeur).
TRADUCTOR:
Pedro Peña

(…) La siguiente escena espero dará cuenta de todas
estas melancólicas reflexiones y disculpará los pensamientos sombríos con los
que he llenado esta carta. Mi mente está, y siempre ha estado, oprimida desde
que me convertí en testigo de esto que contaré. Hacía poco tiempo que había
sido invitado a cenar con un plantador que vivía a tres millas de … [i]
Para evitar el calor del sol, resolví ir a pie, por un pequeño pasaje protegido
que se abría a través de un agradable bosque. Resultaba muy placentero atravesar el lugar,
examinando atentamente algunas plantas peculiares que había recogido, cuando en
un punto sentí el aire fuertemente agitado, a pesar de que el día estaba
perfectamente calmo y sofocante. Inmediatamente dirigí mis ojos hacia un claro,
desde el cual estaba a una pequeña distancia, para ver si aquello no había sido
ocasionado por una repentina llovizna, cuando, en ese instante, un sonido que
parecía el de una voz profunda y áspera, pronunció lo que pensé eran unos pocos
e inarticulados monosílabos. Alarmado y sorprendido, miré precipitadamente alrededor;
entonces vi, a unas seis varas de distancia, algo que parecía una jaula,
suspendida de las ramas de un árbol, cuyas otras extremidades aparecían
cubiertas por enormes aves de rapiña revoloteando alrededor, ansiosamente
intentando posarse en ella. Impulsado por un movimiento involuntario de mis
manos más que por ningún designio de mi mente, les disparé. Volaron a una corta
distancia, en el más horrible de los ruidos. Entonces, horroroso de pensar y
doloroso de repetir, vi a un Negro encerrado en la jaula y abandonado allí a la
muerte[ii].
Me estremecí cuando advertí que los pájaros ya le habían comido los ojos, los
huesos de las mejillas estaban expuestos, sus brazos habían sido atacados en
muchos lugares, y su cuerpo parecía cubierto con una gran cantidad de heridas.
Desde los bordes de las vacías cuencas y desde las laceraciones con las que
había sido desfigurado, la sangre lentamente goteaba y teñía el suelo. Tan
pronto como los pájaros hubieron volado, un enjambre de insectos cubrió por
completo el cuerpo del infortunado, ansiosos por alimentarse en su carne
machacada y por beber su sangre. De pronto me encontré paralizado por el poder
del miedo y del horror; mis nervios convulsionaron; temblé; me quedé parado sin
movimiento, involuntariamente contemplando el destino de este Negro en toda su
lúgubre latitud. El espectro viviente, a pesar de estar privado de sus ojos,
podía aún oír con claridad, y en su burdo dialecto me rogó que le diera algo de
agua para aliviar su sed. La humanidad misma habría retrocedido con horror; ella
misma habría puesto en la balanza si aminorar tanta angustia sin alivio o,
piadosamente con un disparo, poner un final a esta horrible y agonizante
tortura. Si hubiera tenido una bala en mi pistola ciertamente habría dispuesto
de él; pero siéndome imposible llevar a cabo este oficio tan piadoso, me
propuse, mientras temblaba, aliviarlo tan bien como pudiera. Una valva fijada a
un poste, que había sido usada por algunos otros Negros, se presentó a mis
ojos. La llené de agua y con manos temblorosas la acerqué a los labios agitados
del desgraciado sufriente. Urgido por el irresistible poder de la sed, intentó
de forma instintiva llegar a ella, porque por el ruido adivinaba su cercanía al
pasarla a través de los barrotes de la jaula.
“Gracias
hombre blanco. Gracias. Pon algo de veneno y dámelo.”
“¿Cuánto
tiempo has estado colgando aquí?”, le pregunté.
“Dos días. Y
no me muero. Los pájaros… los pájaros… aaah …yo…”
Oprimido con
las reflexiones que semejante espectáculo me ofrecía, reuní las fuerzas
necesarias para continuar caminando. Pronto llegué a la casa en la cual iba a
cenar. Allí supe que la razón para que este esclavo hubiera sido castigado de
esa manera era el haber matado al mayoral de la plantación. Argumentaron que
las leyes de la propia supervivencia hacían que tales ejecuciones fueran
necesarias, y defendieron la doctrina del esclavismo con los argumentos que son
generalmente usados para justificar tal práctica, con la repetición de los
cuales no voy a molestarles al presente.
[i] El autor no incluye la referencia geográfica,
presumiblemente para proteger la identidad de quien lo invitara a cenar, y
evitarse a sí mismo un problema.
[ii] El autor utiliza la palabra “Negro” en el original en inglés, con mayúscula, y “Negroes”, pluralizado, más adelante.
Ambas expresiones son consideradas despectivas actualmente, pero no entonces.