Autor: Thomas
Jefferson
Traductor: Pedro
Peña
En 1812, John
Adams y Thomas Jefferson, que habían sido enemigos políticos, renovaron su
amistad y su correspondencia y las continuaron por los catorce años restantes
de sus vidas. Como Adams explicaba, “Usted
y yo no deberíamos morir antes de que nos hubiéramos explicado el uno al otro”.
Discreparon fundamentalmente en un punto: la aristocracia. Jefferson sostenía
que había una distinción entre la aristocracia genuina y la artificial. Adams
insistía en que eran, finalmente, incluso desafortunadamente, una sola y la
misma.
Carta a John Adams.
Monticello, 28 de octubre de
1813.
Estimado
Caballero: de acuerdo a lo establecido entre nosotros sobre tomar de a uno por
vez los asuntos de nuestra correspondencia, vuelvo sobre vuestras cartas del 16 de agosto y 2 de septiembre.
Estoy de
acuerdo con usted en que hay una aristocracia natural entre los hombres. Los
fundamentos de ella son la virtud y los talentos. En el pasado, el poder
corporal garantizaba un lugar entre los aristoi[1].
Pero desde que la invención de la pólvora ha armado a los débiles tanto como a
los fuertes con el poder de la muerte, la fuerza corporal, la belleza, el buen
humor, la amabilidad y otras virtudes no se han vuelto más que auxiliares en la
distinción.
Hay también
una aristocracia artificial basada en la riqueza y el nacimiento, sin virtudes ni
talentos. Porque si los tuviera, pertenecería a la primera clase. La
aristocracia natural es la que yo considero el más preciado de los dones de la
naturaleza, para la instrucción, la confianza y el gobierno de la sociedad. Y
ciertamente hubiese sido inconsistente la Creación al haber formado al hombre
para el estado social, y no haberlo provisto de la virtud y la sabiduría
suficiente para manejar los asuntos de esa sociedad. ¿Podríamos soslayar que esta
forma de reglarnos es la que mejor nos provee de una más pura selección de aquellos
naturales aristoi dentro de las
oficinas de gobierno?
La
aristocracia artificial es un ingrediente dañino en el gobierno y deberían
hacerse previsiones para evitar su ascenso. En la cuestión acerca de cuál es la
mejor previsión, usted y yo diferimos. Pero diferimos como amigos racionales,
usando el libre ejercicio de nuestra propia razón, y mutuamente indultando sus
errores. Usted piensa que es mejor poner a los pseudo-aristócratas dentro de
una cámara separada de la legislatura, donde se podría evitar que hicieran daño
y donde también ellos podrían constituirse en una protección de la riqueza
contra los saqueos agrarios de la mayoría. Yo pienso que darles poder para evitar
que hagan daño es armarlos para ello, incrementando de esa manera el mal en vez
de remediarlo. Porque si los cuerpos coordinadas de la legislatura pueden
frenar su acción, también podría ser que ocurriese al revés. El
daño podría hacerse por la negativa tanto como por la positiva. Acerca de esto,
un grupo de aliados en el Senado de los Estados Unidos ha recogido numerosas pruebas.
Tampoco los creo
necesarios para proteger la riqueza; porque un número alto de ellos sabrá
encontrar su camino dentro de cada rama de la legislación para protegerse a sí
mismos. (…) Yo pienso que el mejor remedio es el que han previsto todas
nuestras constituciones: dejar a los ciudadanos la libre elección y separación
de los aristócratas de los pseudo-aristócratas, del trigo de la cascarilla. En general elegirán a los verdaderamente
buenos y sabios. En algunas instancias, la riqueza puede corromperlos y el
nacimiento cegarlos, pero no en grado suficiente como para poner en peligro a la
sociedad.